Por:
Carlos H. Babún
“un
día me comí un puente,
piedra
por piedra,
para
no ir donde tanto quería”.
La
voz grave se impregna en los oídos, profunda, pausada, herida. Arrastrando las
sílabas muestra que el dolor está presente y no lleva prisa. Detrás, una áspera
guitarra eléctrica da cuerpo a la entrada de este cuarto track del álbum Irla izan /
La isla.
La
confusión lastima:
hala ere, beldurrik ez didazula diozu /
aun así dices que no me tienes miedo
Escrita
en euskera[1] -lengua
de poderosas consonantes y raíces indiscernibles-, la
letra se encarna en la garganta de Anari Alberdi, quien alterna la composición
de canciones con la docencia en la ikastola[2] y como
profesora de lengua y literatura hispánicas. Por eso la poesía es el territorio
natural en el cual sus pasiones se desnudan, susurran, se hacen eco.
Las
rocas intentaron hacer un puente entre los dos, pero sólo lograron levantar
muros. El frío que esta verdad desata resuena con un violonchelo que se traslada,
lento, hacia una región aguda para después volver:
harri pila bat dut zain ohean, utzidazu gaur gordetzen
zurean /
un montón de piedras me esperan bajo la cama, déjame refugiarme
esta noche en la tuya
En
el verso se va el aliento y todo se detiene. El suspenso no es paz, sólo un
poco de distancia. Ante el silencio se aclara el paisaje y las cuerdas de la
guitarra con distorsión vuelven.
A
doce años de su álbum debut, la compositora y cantante se muestra más madura.
En esta quinta producción logra ambientes potentes, llenos de metáforas
descarnadas y crudas que erizan el cuerpo de quien las escucha. Dejando atrás
la acústica de sus primeros trabajos, crea ahora sonoridades metálicas que a
pesar de su filo y desgarre no roban lugar a la voz; al contrario, la música da
fuerza a las letras y permite que su vocalización cobre mayor contundencia.
Esto es evidente en Harriak, canción
donde cada palabra cae provocando reverberaciones cada vez mayores.
El
dolor respira hondo pero no impide ver la realidad:
beldurrak
eta arrainak, hil arte hazi eta hazi eta hazi /
los
peces y los miedos, hasta morir, no dejan de crecer y crecer y crecer
Más
desgastada, la voz vibra con un órgano hammond. La batería, contenida, avanza y
para, avanza y para. Con sus tonos contundentes el bajo ha evitado que la
emoción se desborde, pero la desolación sigue su cauce y rompe el dique.
El derrumbe es
inminente y cargar los escombros resulta absurdo. No quedan más construcciones
ahí. Los ojos ya no ven edificios sino un cúmulo de piedras, frías y pesadas,
que arden y raspan. No por ser rocas, sino por no ser lo que deseamos que
fueran.
La voz se engrosa,
los instrumentos intensifican su presencia y los versos ensanchan su caudal
cual venas bajo presión. Ante la inseguridad que desmoronó todo no hay reclamo
sino advertencia:
beldur
bat oparituko dizut nola hazten den ulertzeko, zenbat zu behar duen arnasteko,
zenbat ni biziteko /
te
regalo un miedo para que entiendas como crece, cuántos tús necesita para
respirar, cuántos yos necesita para vivir.
Si
para Rulfo, en su fantasmal páramo pétreo, las piedras son los restos de un
poder excesivo que ha erosionado todo lo dominable, en Anari estas son lo que
queda tras la apuesta perdida: el ocaso de la esperanza, la utopía que se sabe
imposible. Son las ruinas que, con tal de ocultarlas de nosotros mismos, preferimos
acumular detrás de nuestros ojos.
[1] El euskera es una de las pocas
lenguas habladas en Europa que no tienen raíces indoeuropeas, a diferencia de
las lenguas latinas. Actualmente es hablada en Euskal Herria, o País Vasco,
territorio dividido entre el norte del Estado Español y el sur de Francia.
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